¡Hola, criminales de buen gusto!
Aquí su fiel amigo, el Señor Azul, también conocido como el tipo que siempre lleva un traje impecable, aunque esté en medio de un tiroteo o explicando las bondades de un nuevo juego de mesa o wargame. Sí, ese soy yo: el hombre que convirtió el arte de hablar sin parar en un deporte extremo.
Hoy, como siempre, estoy aquí para compartir mis pensamientos, reflexiones y alguna que otra anécdota que probablemente no debería contar (pero, ¿qué es la vida sin un poco de drama?). Así que siéntense, relájense y prepárense para leer algo que, con suerte, les hará reír o al menos les dará una excusa para procrastinar un poco más.
¿Listos? Perfecto. Porque yo no soy de esperar… a menos que haya donuts de por medio. Empecemos.
Hoy os traigo un relato corto que espero que los adeptos al Trench Crusade sepan apreciar! Al lio!
El Lodo y el Silencio
El amanecer no llegaba a las trincheras de Nueva Antioquía. El cielo, una sábana de humo y ceniza, se tragaba la luz antes de que tocara el suelo. El guardia Elias Korr ajustó el cerrojo de su rifle con dedos entumecidos, el metal frío mordiéndole la piel agrietada. El aire olía a hierro, podredumbre y pólvora vieja. Era el tercer día de guardia en el Sector 17, una franja de barro y alambre de púas que los mapas llamaban "Línea del Martirio". Nadie sabía por qué. Nadie preguntaba.
Agarró su taza de café aguado, no porque le apeteciera ese oscuro brebaje, era solo por conseguir algo de calor. Había estado engullendo un mendrugo de pan untado con un poco de mantequilla rancia...el desayuno que los oficiales de intendencia consideraban suficiente para mantener a un soldado con energía para luchar otro día mas.
La rutina era un ciclo de tareas que aplastaban el alma. Revisar el rifle, aunque el barro ya se había colado en el mecanismo, vuelta a desmontarlo y limpiarlo. Rascar el lodo de las botas, solo para que volviera a pegarse al dar dos pasos. Llenar sacos con tierra húmeda para apuntalar las paredes de la trinchera, que se deshacían con cada lluvia. Y siempre, siempre, escuchar. El silencio era un enemigo tan real como los herejes. Podía significar que estaban reagrupándose, preparando un asalto, o que ya estaban tan cerca que no había nada que oír hasta que el primer grito rasgara el aire. Elias había aprendido a odiar el silencio más que los disparos.
A su lado, Tobin roncaba contra un poste, el casco ladeado sobre su cara mugrienta. Era un sonido ronco, irregular, como si hasta dormir le costara esfuerzo. Elias lo envidiaba, no por el descanso, sino por la capacidad de apagarse aunque fuera por unos minutos. Él no podía. Sus ojos estaban fijos en el parapeto, buscando sombras en la bruma de la Tierra de Nadie. El agotamiento le pesaba en los hombros, en los párpados, en el pecho, pero el miedo lo mantenía despierto. Un ataque podía llegar en cualquier momento. Siempre llegaba.
"Despierta, idiota," murmuró Elias, dándole un codazo a Tobin. El otro gruñó, escupió un gargajo marrón al suelo y se frotó los ojos.
"¿Ya viene el café de la duquesa?" Tobin bromeó, la voz rasposa. Era una rutina entre ellos, una broma gastada que repetían porque era lo único que tenían. Elias torció la boca en algo que no llegaba a sonrisa.
"Sí, con bollos recién horneados. Te los manda tu madre desde el palacio."
Tobin soltó una risa seca, más tos que alegría, y sacó un trozo de tabaco rancio de su bolsillo. Lo partió en dos con dedos temblorosos y le pasó la mitad a Elias. Masticaron en silencio, el sabor amargo llenándoles la boca. No era amistad, no exactamente. Era necesidad. Una voz, un gesto, algo que recordara que no estaban solos en ese agujero. A veces, Tobin hablaba de una chica que había conocido en un pueblo al sur, una tabernera de pelo cobrizo. Elias no sabía si era verdad o si Tobin lo inventaba para llenar el vacío. No importaba. Lo escuchaba igual.
Los recuerdos de Elias eran más afilados, más crueles. Su madre cosiendo junto a la ventana, el sol entrando a raudales mientras su hermana pequeña, Mara, correteaba con un trapo atado como capa. Su padre, callado, afilando una guadaña en el cobertizo. No eran pensamientos de esperanza, no había un "lucharé por ellos" en su cabeza. Solo le dolían, como un cuchillo que se retuerce en una herida vieja. Aquella vida estaba muerta, tan lejana como si hubiera sido un sueño. Aquí solo había lodo, sangre y el zumbido constante de las moscas sobre los cadáveres que nadie había recogido.
El día avanzaba lento, un goteo de horas grises. Limpiaron latas vacías para hervir agua turbia, se prepararon una sopa aguada acompañada de mas mendrugos de pan, contaron las balas que les quedaban —treinta y siete entre los dos—, y arrastraron un saco de arena que se había desplomado durante la noche. Cada movimiento era mecánico, pesado, como si sus cuerpos fueran máquinas que se oxidaban con cada paso. El cabo Varn pasó un poco después del mediodía, cojeando por una herida mal curada, y les dio una orden seca: "Mantengan los ojos abiertos. Los herejes están moviendo algo al norte." No dijo más. No hacía falta.
El ataque llegó al atardecer.
Primero fue el sonido, un rugido grave que hizo temblar la tierra. Elias y Tobin se miraron, el tabaco olvidado en sus bocas. Luego, el silbido agudo de los proyectiles cortó el aire, y el mundo estalló. Un obús cayó a veinte metros, levantando una lluvia de barro y astillas. Elias se arrojó al suelo, el rifle apretado contra el pecho, mientras el eco del impacto le retumbaba en los oídos. Tobin gritó algo, pero las palabras se perdieron en el caos. Más explosiones, más cerca, el suelo temblando como si quisiera tragárselos.
"¡Arriba, arriba! ¡A los puestos de tirador!" chilló Varn desde algún lugar a la derecha, su voz apenas audible entre los estampidos. Elias se arrastró hasta el parapeto, el corazón golpeándole las costillas. A través de la bruma de la Tierra de Nadie, vio figuras moviéndose: siluetas deformes, armaduras pesadas que brillaban con un rojo infernal. La Legión Herética. No eran hombres, no del todo. Algunos arrastraban armas que parecían vivas, pulsando con venas negras. Otros avanzaban con pasos lentos, implacables, como si el barro no les pesara o las alambradas de espino no les entorpeciera el paso. Algunos morian o quedaban heridos al pisar una mina, pero ningún alarido era proferido por sus gargantas.
Tobin disparó primero, el rifle escupiendo una ráfaga corta. Un hereje cayó, pero otro tomó su lugar al instante. Elias apuntó, el cañón temblándole en las manos, y disparó. El retroceso le sacudió el hombro, pero no vio si había acertado. No había tiempo. Los herejes estaban a treinta metros, otro disparo y otro y luego otro, algunos caian otros seguian andando como si los proyectiles no les afectaran. Ya estaban a veinte metros. Una granada estalló cerca, lanzando un chorro de sangre y metal. Alguien gritó, un sonido agudo y roto que se apagó rápido.
"¡Cierren filas!" rugió Varn, pero la línea ya era un desastre. Elias recargó, los dedos torpes, el cerrojo atascándose por el lodo. Tobin blandió su maza de trinchera, un palo con clavos oxidados, y se lanzó contra un hereje que había saltado al foso. El impacto fue brutal: el cráneo del enemigo cedió con un crujido húmedo, pero el hereje lo arrastró consigo, aplastándolo contra el suelo. Elias disparó de nuevo, el proyectil rebotando en la armadura de otro atacante. El aire apestaba a azufre y carne quemada.
Un gigante envuelto en placas negras avanzó hacia él, un Ungido, sus ojos brillando como brasas. Elias retrocedió, tropezando con un cadáver, y levantó el rifle como escudo. El hereje descargó un mandoble que partió el arma en dos, la hoja rozándole el brazo. El dolor llegó después, un fuego líquido que le subió hasta el hombro. Gritó, más por rabia que por miedo, y desenvainó su bayoneta. Se lanzó contra el hueco bajo el yelmo del Ungido, buscando la carne expuesta. La hoja se hundió, caliente y pegajosa, y el gigante se tambaleó, pero no cayó. Un puño lo golpeó, lanzándolo contra la pared de la trinchera. El mundo se volvió borroso.
Cuando recuperó el aliento, el Ungido estaba muerto, la bayoneta aún clavada en su cuello. Tobin yacía a pocos metros, inmóvil, la maza caída junto a su mano abierta. Los disparos se apagaban, el combate reduciéndose a jadeos y gemidos. Elias encontró una pistola en el fondo de la trinchera y la agarró con la mano sana, perdida por algun compañero caido en combate, se arrastró hasta el parapeto, el brazo sangrando, el cuerpo temblando. Vació el cargador mas por rabia que intención de matar, ni siquiera sabia si le habia dado a algo. Los herejes se retiraban, dejando cuerpos retorcidos tras de sí. No era una victoria. Solo un respiro.
La noche cayó como una losa. Elias se sentó contra la pared, el lodo chorreándole por la espalda. Alguien le pasó una cantimplora; bebió un trago de agua que sabía a hierro. Varn pasó cojeando, contando bajas. "Diecisiete," murmuró. Nadie respondió. Elias miró el rifle roto a sus pies, inútil ahora, y pensó en Mara corriendo con su capa de trapo. El recuerdo no lo consoló. Solo le recordó lo lejos que estaba de cualquier cosa viva.
Se puso a masticar el último trozo de tabaco de Tobin. El sabor era amargo, familiar. Se vendó la herida del brazo. Agarró el rifle de su ahora fallecido compañero. Ajustó el cerrojo con los dedos entumecidos, el frio mordiendole la piel agrietada. A lo lejos, el silencio volvió a asentarse, pesado y traicionero. Mañana habría más lodo, más miedo, más sangre y mas rutina. Sobrevivir no era un triunfo. Era solo seguir respirando en el infierno.
Y eso era todo lo que tenía.
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Espero que os haya gustado este relato, un granito de arena para hacer mas grande esta comunidad de Cruzados de las trincheras.
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Ahora voy a mirar un paisaje bonito que vaya traumita de historia ;-/ |