martes, 11 de marzo de 2025

[Sr.Azul] Historias desde la trinchera - El Lodo y el Silencio


¡Hola, criminales de buen gusto!


Aquí su fiel amigo, el Señor Azul, también conocido como el tipo que siempre lleva un traje impecable, aunque esté en medio de un tiroteo o explicando las bondades de un nuevo juego de mesa o wargame. Sí, ese soy yo: el hombre que convirtió el arte de hablar sin parar en un deporte extremo.  

Hoy, como siempre, estoy aquí para compartir mis pensamientos, reflexiones y alguna que otra anécdota que probablemente no debería contar (pero, ¿qué es la vida sin un poco de drama?). Así que siéntense, relájense y prepárense para leer algo que, con suerte, les hará reír o al menos les dará una excusa para procrastinar un poco más.  

¿Listos? Perfecto. Porque yo no soy de esperar… a menos que haya donuts de por medio. Empecemos.

Hoy os traigo un relato corto que espero que los adeptos al Trench Crusade sepan apreciar! Al lio!

 

El Lodo y el Silencio


El amanecer no llegaba a las trincheras de Nueva Antioquía. El cielo, una sábana de humo y ceniza, se tragaba la luz antes de que tocara el suelo. El guardia Elias Korr ajustó el cerrojo de su rifle con dedos entumecidos, el metal frío mordiéndole la piel agrietada. El aire olía a hierro, podredumbre y pólvora vieja. Era el tercer día de guardia en el Sector 17, una franja de barro y alambre de púas que los mapas llamaban "Línea del Martirio". Nadie sabía por qué. Nadie preguntaba.

Agarró su taza de café aguado, no porque le apeteciera ese oscuro brebaje, era solo por conseguir algo de calor. Había estado engullendo un mendrugo de pan untado con un poco de mantequilla rancia...el desayuno que los oficiales de intendencia consideraban suficiente para mantener a un soldado con energía para luchar otro día mas.


La rutina era un ciclo de tareas que aplastaban el alma. Revisar el rifle, aunque el barro ya se había colado en el mecanismo, vuelta a desmontarlo y limpiarlo. Rascar el lodo de las botas, solo para que volviera a pegarse al dar dos pasos. Llenar sacos con tierra húmeda para apuntalar las paredes de la trinchera, que se deshacían con cada lluvia. Y siempre, siempre, escuchar. El silencio era un enemigo tan real como los herejes. Podía significar que estaban reagrupándose, preparando un asalto, o que ya estaban tan cerca que no había nada que oír hasta que el primer grito rasgara el aire. Elias había aprendido a odiar el silencio más que los disparos.

A su lado, Tobin roncaba contra un poste, el casco ladeado sobre su cara mugrienta. Era un sonido ronco, irregular, como si hasta dormir le costara esfuerzo. Elias lo envidiaba, no por el descanso, sino por la capacidad de apagarse aunque fuera por unos minutos. Él no podía. Sus ojos estaban fijos en el parapeto, buscando sombras en la bruma de la Tierra de Nadie. El agotamiento le pesaba en los hombros, en los párpados, en el pecho, pero el miedo lo mantenía despierto. Un ataque podía llegar en cualquier momento. Siempre llegaba.

"Despierta, idiota," murmuró Elias, dándole un codazo a Tobin. El otro gruñó, escupió un gargajo marrón al suelo y se frotó los ojos.

"¿Ya viene el café de la duquesa?" Tobin bromeó, la voz rasposa. Era una rutina entre ellos, una broma gastada que repetían porque era lo único que tenían. Elias torció la boca en algo que no llegaba a sonrisa.

"Sí, con bollos recién horneados. Te los manda tu madre desde el palacio."

Tobin soltó una risa seca, más tos que alegría, y sacó un trozo de tabaco rancio de su bolsillo. Lo partió en dos con dedos temblorosos y le pasó la mitad a Elias. Masticaron en silencio, el sabor amargo llenándoles la boca. No era amistad, no exactamente. Era necesidad. Una voz, un gesto, algo que recordara que no estaban solos en ese agujero. A veces, Tobin hablaba de una chica que había conocido en un pueblo al sur, una tabernera de pelo cobrizo. Elias no sabía si era verdad o si Tobin lo inventaba para llenar el vacío. No importaba. Lo escuchaba igual.

Los recuerdos de Elias eran más afilados, más crueles. Su madre cosiendo junto a la ventana, el sol entrando a raudales mientras su hermana pequeña, Mara, correteaba con un trapo atado como capa. Su padre, callado, afilando una guadaña en el cobertizo. No eran pensamientos de esperanza, no había un "lucharé por ellos" en su cabeza. Solo le dolían, como un cuchillo que se retuerce en una herida vieja. Aquella vida estaba muerta, tan lejana como si hubiera sido un sueño. Aquí solo había lodo, sangre y el zumbido constante de las moscas sobre los cadáveres que nadie había recogido.

El día avanzaba lento, un goteo de horas grises. Limpiaron latas vacías para hervir agua turbia, se prepararon una sopa aguada acompañada de mas mendrugos de pan, contaron las balas que les quedaban —treinta y siete entre los dos—, y arrastraron un saco de arena que se había desplomado durante la noche. Cada movimiento era mecánico, pesado, como si sus cuerpos fueran máquinas que se oxidaban con cada paso. El cabo Varn pasó un poco después del mediodía, cojeando por una herida mal curada, y les dio una orden seca: "Mantengan los ojos abiertos. Los herejes están moviendo algo al norte." No dijo más. No hacía falta.

El ataque llegó al atardecer.

Primero fue el sonido, un rugido grave que hizo temblar la tierra. Elias y Tobin se miraron, el tabaco olvidado en sus bocas. Luego, el silbido agudo de los proyectiles cortó el aire, y el mundo estalló. Un obús cayó a veinte metros, levantando una lluvia de barro y astillas. Elias se arrojó al suelo, el rifle apretado contra el pecho, mientras el eco del impacto le retumbaba en los oídos. Tobin gritó algo, pero las palabras se perdieron en el caos. Más explosiones, más cerca, el suelo temblando como si quisiera tragárselos.

"¡Arriba, arriba! ¡A los puestos de tirador!" chilló Varn desde algún lugar a la derecha, su voz apenas audible entre los estampidos. Elias se arrastró hasta el parapeto, el corazón golpeándole las costillas. A través de la bruma de la Tierra de Nadie, vio figuras moviéndose: siluetas deformes, armaduras pesadas que brillaban con un rojo infernal. La Legión Herética. No eran hombres, no del todo. Algunos arrastraban armas que parecían vivas, pulsando con venas negras. Otros avanzaban con pasos lentos, implacables, como si el barro no les pesara o las alambradas de espino no les entorpeciera el paso. Algunos morian o quedaban heridos al pisar una mina, pero ningún alarido era proferido por sus gargantas.


Tobin disparó primero, el rifle escupiendo una ráfaga corta. Un hereje cayó, pero otro tomó su lugar al instante. Elias apuntó, el cañón temblándole en las manos, y disparó. El retroceso le sacudió el hombro, pero no vio si había acertado. No había tiempo. Los herejes estaban a treinta metros, otro disparo y otro y luego otro, algunos caian otros seguian andando como si los proyectiles no les afectaran. Ya estaban a veinte metros. Una granada estalló cerca, lanzando un chorro de sangre y metal. Alguien gritó, un sonido agudo y roto que se apagó rápido.

"¡Cierren filas!" rugió Varn, pero la línea ya era un desastre. Elias recargó, los dedos torpes, el cerrojo atascándose por el lodo. Tobin blandió su maza de trinchera, un palo con clavos oxidados, y se lanzó contra un hereje que había saltado al foso. El impacto fue brutal: el cráneo del enemigo cedió con un crujido húmedo, pero el hereje lo arrastró consigo, aplastándolo contra el suelo. Elias disparó de nuevo, el proyectil rebotando en la armadura de otro atacante. El aire apestaba a azufre y carne quemada.

Un gigante envuelto en placas negras avanzó hacia él, un Ungido, sus ojos brillando como brasas. Elias retrocedió, tropezando con un cadáver, y levantó el rifle como escudo. El hereje descargó un mandoble que partió el arma en dos, la hoja rozándole el brazo. El dolor llegó después, un fuego líquido que le subió hasta el hombro. Gritó, más por rabia que por miedo, y desenvainó su bayoneta. Se lanzó contra el hueco bajo el yelmo del Ungido, buscando la carne expuesta. La hoja se hundió, caliente y pegajosa, y el gigante se tambaleó, pero no cayó. Un puño lo golpeó, lanzándolo contra la pared de la trinchera. El mundo se volvió borroso.

Cuando recuperó el aliento, el Ungido estaba muerto, la bayoneta aún clavada en su cuello. Tobin yacía a pocos metros, inmóvil, la maza caída junto a su mano abierta. Los disparos se apagaban, el combate reduciéndose a jadeos y gemidos. Elias encontró una pistola en el fondo de la trinchera y la agarró con la mano sana, perdida por algun compañero caido en combate, se arrastró hasta el parapeto, el brazo sangrando, el cuerpo temblando. Vació el cargador mas por rabia que intención de matar, ni siquiera sabia si le habia dado a algo. Los herejes se retiraban, dejando cuerpos retorcidos tras de sí. No era una victoria. Solo un respiro.

La noche cayó como una losa. Elias se sentó contra la pared, el lodo chorreándole por la espalda. Alguien le pasó una cantimplora; bebió un trago de agua que sabía a hierro. Varn pasó cojeando, contando bajas. "Diecisiete," murmuró. Nadie respondió. Elias miró el rifle roto a sus pies, inútil ahora, y pensó en Mara corriendo con su capa de trapo. El recuerdo no lo consoló. Solo le recordó lo lejos que estaba de cualquier cosa viva.


Se puso a masticar el último trozo de tabaco de Tobin. El sabor era amargo, familiar. Se vendó la herida del brazo. Agarró el rifle de su ahora fallecido compañero. Ajustó el cerrojo con los dedos entumecidos, el frio mordiendole la piel agrietada. A lo lejos, el silencio volvió a asentarse, pesado y traicionero. Mañana habría más lodo, más miedo, más sangre y mas rutina. Sobrevivir no era un triunfo. Era solo seguir respirando en el infierno.

Y eso era todo lo que tenía.

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 Espero que os haya gustado este relato, un granito de arena para hacer mas grande esta comunidad de Cruzados de las trincheras.

 

Ahora voy a mirar un paisaje bonito que vaya traumita de historia ;-/ 


¡¡Eeeeeeh  Fiiiiin!!








martes, 4 de marzo de 2025

[Sr.Azul] Historias desde la trinchera - El Depredador y el Espectro


¡Hola, criminales de buen gusto!

Aquí su fiel amigo, el Señor Azul, también conocido como el tipo que siempre lleva un traje impecable, aunque esté en medio de un tiroteo o explicando las bondades de un nuevo juego de mesa o wargame. Sí, ese soy yo: el hombre que convirtió el arte de hablar sin parar en un deporte extremo.  

Hoy, como siempre, estoy aquí para compartir mis pensamientos, reflexiones y alguna que otra anécdota que probablemente no debería contar (pero, ¿qué es la vida sin un poco de drama?). Así que siéntense, relájense y prepárense para leer algo que, con suerte, les hará reír o al menos les dará una excusa para procrastinar un poco más.  

¿Listos? Perfecto. Porque yo no soy de esperar… a menos que haya donuts de por medio. Empecemos.

Hoy os traigo un relato crossover sobre Trench Crusade pero dándole vueltas a una idea que me dio Marvin al leer mi anterior entrada "[Sr.Azul] Relatos desde la trinchera - Trench Crusade, the prey!" y me he decidido a escribirlo, al lío!

 

"El Depredador y el Espectro"

El viento en Tierra de Nadie ululaba como un lamento eterno, arrastrando cenizas y el hedor acre de azufre sobre un paisaje de trincheras retorcidas y cráteres humeantes. Entre el lodo y los restos de cuerpos destrozados, dos cazadores acechaban, sus pasos silenciosos resonando en un duelo que ninguno había previsto. Uno era un Yautja Joven Sangre, un guerrero alienígena recién ascendido tras su primera cacería exitosa, atraído a este mundo por el caos de la Gran Guerra. El otro, un Comando de la Muerte Hereje, un asesino forjado en el Séptimo Círculo del Infierno, enviado a Tierra de Nadie para eliminar amenazas al dominio hereje. Ambos se habían encontrado por casualidad, y ahora se cazaban mutuamente, sus instintos afilados como las armas que portaban.


El Yautja avanzaba con cautela, su camuflaje óptico destellando entre las sombras de un bosque de alambre de púas. Sus sensores térmicos rastreaban el calor residual del Comando, mientras su cañón de hombro giraba en busca de un blanco claro. Había visto al hereje antes: una figura espectral en una armadura reforzada de metal negro, grabada con runas infernales que brillaban tenuemente, moviéndose con una gracia letal que rivalizaba con la suya. Las Garras de Tartarus del Comando, templadas en el Río Estigia, habían destrozado a una patrulla de Nueva Antioquía en segundos, y el Yautja supo de inmediato que este era un trofeo digno de su clan.

El Comando, por su parte, se deslizaba entre las ruinas de una trinchera colapsada, su generador de sigilo difractando la luz a su alrededor, convirtiéndolo en un borrón apenas perceptible. Sus habilidades de infiltración lo habían llevado a través de líneas enemigas innumerables veces, y su ocultación natural lo hacía un fantasma incluso sin su tecnología infernal. No tenía lengua para gritar órdenes o maldecir, pero sus manos trazaban señales rápidas en el aire, como si invocara a los demonios que lo habían entrenado. Había detectado al Yautja cuando una red metálica suya atrapó a un demonio menor que él perseguía, y desde entonces lo había marcado como presa. Ningún ser, mortal o no, desafiaba impunemente a las Legiones Herejes.



La cacería se prolongó durante horas bajo un cielo plomizo. El Yautja tendió una trampa en un cráter lleno de cuerpos putrefactos, dejando un rastro falso de sangre demoníaca para atraer al Comando. Este, confiado en su sigilo, se acercó, pero el instinto del Yautja lo alertó: un leve crujido en el lodo, un destello de runas en la niebla. Disparó su cañón de plasma, y una bola de fuego azul estalló contra la armadura reforzada del Comando, que resistió el impacto con un chirrido metálico. El hereje respondió al instante, lanzándose desde la penumbra con sus Garras de Tartarus extendidas, rasgando el aire donde el Yautja había estado un segundo antes.

El duelo fue brutal. El Yautja activó sus hojas retráctiles, enfrentando las garras infernales en un choque de chispas y rugidos. La armadura del Comando absorbía los golpes, pero una estocada precisa del Yautja cortó un cable de su generador de sigilo, rompiendo su invisibilidad. El hereje contraatacó con una velocidad inhumana, sus garras envenenadas rozando el brazo del Yautja, dejando un rastro ardiente de veneno estigiano que le arrancó un gruñido de dolor. Ambos retrocedieron, jadeando entre el barro, sus cuerpos marcados por la batalla: el Yautja sangrando un líquido verde fosforescente, el Comando con su armadura abollada y humeante.

La cacería alcanzó su clímax en una llanura devastada por bombardeos, donde el Yautja usó su última carta. Lanzó una red metálica electrificada que atrapó al Comando contra un tanque calcinado, inmovilizándolo momentáneamente. El hereje forcejeó, sus garras cortando los cables, pero el Yautja ya estaba sobre él. Con un rugido gutural, clavó su lanza en una grieta de la armadura reforzada, perforando el pecho del Comando. Un chorro de sangre negra brotó, y el hereje se desplomó sin emitir sonido, sus manos aún trazando una señal final de desafío.



El Yautja, exhausto y herido, arrancó la cabeza del Comando como trofeo, su máscara salpicada de sangre infernal. La victoria había sido difícil, un enfrentamiento que lo había llevado al borde de sus límites. Mientras el viento arrastraba el polvo sobre el cadáver del hereje, el sangre joven alzó su lanza al cielo gris, un grito de triunfo resonando en la desolación de la tierra de nadie. Había probado su valía, pero sabía que este mundo maldito aún guardaba presas más letales.

Eeeeeeh Fiiiiiiin!!!!
 
Yo no vi nada señor Yautja, prosiga su camino.

Espero que os haya hecho pasar un buen rato este breve relato, hasta la próxima!